«¡Extra omnes!», «¡Fuera todos!

La entrada de los cardenales en la Capilla Sixtina es un momento de espera, de misterio, para discernir al siervo de los siervos de Dios. Es un momento litúrgico altamente espiritual.

Mientras el Padre François LAPOINTE omv, rector de nuestro santuario, consejero y ecónomo general de su comunidad, se encuentra en Roma para asistir a una de las dos funciones, asistirá también a la misa que celebrarán a las 10h del 07 de mayo todos los cardenales en preparación de la elección del futuro sucesor del Apóstol Pedro. Será un momento importante para él y para todos nosotros.

Paolo RUFFINI, periodista de Vatican News, escribe el 06 de mayo de 2025 sobre este acontecimiento del cónclave: «Sucede que, en este periodo de espera, todo el mundo se pregunta quién será el 267º obispo de Roma. Todos, aunque estén físicamente excluidos del lugar donde los sucesores de los apóstoles convertidos en cardenales, reunidos y guardados en el secreto de una capilla, elegirán al siervo de los siervos de Dios, llamado a dirigir la Iglesia.

Un servidor. Siervo del único pueblo del que Pedro formaba y siempre formará parte, incluso después de haber sido llamado a dirigirlo. Siervo. Y ahí reside el misterio. ¿Cómo puede un siervo ser el líder de un pueblo? ¿De una Iglesia? Es una pregunta que Jesús respondió con palabras que aún hoy nos cuesta entender: «Como sabéis, los que son tenidos por jefes de los gentiles los gobiernan como señores; los grandes hacen sentir su poder. Pero no debe ser así entre vosotros. El que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor. Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos. (Mc 10, 42-45).

Servir. Esto es lo que están llamados a hacer los sucesores de Pedro, dirigir la Iglesia. Esta paradoja desorienta. Confunde a los medios de comunicación y a los numerosos centros de poder, grandes y pequeños, del mundo, que se preguntan por la identidad y el nombre que elegirá el elegido; y que quizá incluso intenten influir en la decisión, elaborando escenarios e interpretaciones que parecen escritos en la arena.

«¡Extra omnes«¡Fuera todos! Esta regla perturba este tiempo de espera, en el que incluso los cardenales (el pueblo de Dios que espera a su pastor) están llamados a entrar en el misterio; y a dejar no sólo a todos los demás, sino todo lo que está fuera de la Capilla Sixtina: es decir, a sí mismos, sus pensamientos, sus razonamientos; y a vaciarse por completo para dejar espacio sólo al Espíritu, a una dinámica que los trasciende y al misterio de Pedro. Un misterio que nos confía una certeza.

Pedro es el pescador a quien Jesús prometió que el mal no prevalecería: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la muerte no prevalecerá contra ella». (Mt 16,18). Es el Apóstol por el que el Hijo de Dios, al confiarle su Iglesia, rogó al Padre con una recomendación especial. Para que le apoyara llevando sobre sus hombros una carga que, de otro modo, sería demasiado pesada.

Pedro es un hombre sostenido por una oración que se ha extendido a través del tiempo y de la historia, hasta sus sucesores y hasta nosotros hoy. Una oración concreta, especial: que su fe no desfalleciera nunca ante las pruebas que tendría que afrontar, tan distintas y tan parecidas a las de nuestra época, secularizada, dividida, polarizada, confusa, iracunda; llena de deseo de mandar y pobre de amor, incapaz de comprender el valor del servicio y del bien común, hinchada de frágiles certezas y falsas verdades, imbuida de resentimiento más que de misericordia, deseosa tantas veces de venganza más que de perdón: «Simón, Simón, he aquí que Satanás te ha reclamado para zarandearte como al trigo. Pero yo he rezado por ti, para que tu fe no desfallezca. Cuando vuelvas, fortalece a tus hermanos. (Lc 22, 31-32).

Pedro es un misterio de misericordia y amor, de comunión y escucha. Un pescador que se equivoca en sus cálculos, que pasa una noche agitada en el mar sin pescar un solo pez, que entonces echa las redes al otro lado, fiándose únicamente de las palabras de un desconocido, y que finalmente comprende que su interlocutor es un hombre que no tiene más remedio que seguirle; comprender que su interlocutor es su Maestro.

Pedro es un pecador perdonado: es el elegido que, antes de alegrarse, lloró amargamente tras traicionarlo. Como Judas. Lloró. En sus lágrimas reside todo su misterio. Y en ellas reside el misterio de la Iglesia. Estas lágrimas son quizá las llaves del Reino. Son las llaves de Pedro y de su misterio: una fragilidad que es poderosa precisamente porque no brilla con luz propia. Una roca aunque no lo fuera. Que, por eso mismo, nos confirma a todos en la fe».

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