Queridos Vigilantes Nocturnos No estáis aquí por casualidad; cada uno de vosotros es un buscador de Dios, impulsado por el deseo de conocerle. Al acercaros al Pesebre, descubriréis la belleza de su misterio: el Todopoderoso que se hace frágil, el Creador que abraza la dependencia. En este humilde nacimiento, se te invitará a contemplar el amor incondicional que se manifiesta en la debilidad, y a reconocer que la verdadera fuerza reside en la dulzura y la humildad.
En esta noche iluminada por la gracia de la Encarnación de Dios, estamos juntos, con el corazón palpitante de una alegría indescriptible, mientras se abren los cielos y se cumple la promesa de Dios. «Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador». (Lucas 2, 11). Estas palabras resuenan poderosamente en nuestras almas, como una vibrante llamada a acoger el amor divino que se hace carne entre nosotros.
Imagina la escena: la noche es apacible, las estrellas titilan, pero una luz brillante atraviesa las tinieblas. Es la luz de Cristo, la luz de nuestra salvación! San Juan nos dice: «La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron». (Juan 1:5). ¡No permitamos que nuestros corazones se cierren a esta luz! Al contrario, dejémonos encantar por este amor que viene a buscarnos allí donde estamos, en nuestras debilidades, nuestras dudas y nuestros miedos.
Este misterio de la Encarnación -etimológicamente: la toma de carne- es un acto de amor sin precedentes. San Agustín nos recuerda que «Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios». ¡Qué maravilla! El Creador del universo eligió hacerse vulnerable, nacer en un establo, para mostrarnos la profundidad de su amor. Queridos amigos, ¡este amor vulnerable es un fuego que debe arder dentro de nosotros! Nos llama a responder con nuestro propio amor, a entregarnos totalmente a Aquel que se entregó por nosotros. Él abraza nuestra debilidad para revestirnos de su poder.
En el Concilio Vaticano II, los Padres Conciliares escribieron que «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de este tiempo, especialmente de los pobres y de todos los que sufren, son también los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los discípulos de Cristo». (Gaudium et Spes, n. 1). No podemos permanecer indiferentes ante el sufrimiento que aflige a nuestro mundo. El uso de las armas y la violencia sistemática en el ámbito económico, los conflictos armados que asolan regiones enteras y las crisis litúrgicas que debilitan nuestra vida espiritual son realidades preocupantes.
Sin olvidar los retos medioambientales, las crecientes desigualdades, las migraciones forzosas y las vulnerabilidades de nuestras sociedades plurales, también es crucial poner de relieve la amenaza que supone la dictadura del pensamiento único.

Esta tarde, al celebrar el nacimiento de Jesús, se nos invita a convertirnos en testigos ardientes de su amor. Porque el amor de Dios puede transformar el mundo. Y está lejos de ser una utopía.
Seamos portadores de esta luz en los rincones más oscuros de nuestras sociedades fragmentadas. Seamos la mano tendida a los que sufren, el consuelo de los que lloran y la esperanza de los que desesperan. Propongamos a los poderosos alternativas que promuevan la vida y el crecimiento de toda la persona. Sepamos hablar de Cristo, plenamente humano, a través de nuestras vidas. Gilbert Cesbron, humanista francés, dijo lo siguiente: «Cristo no se demuestra, sino que se irradia».
Esta noche, no olvidemos que el primer anuncio del nacimiento de Jesús se hizo a los pastores, hombres sencillos al margen de la sociedad. Esto nos recuerda que el amor de Dios no conoce fronteras ni hace distinciones. ¡Su luz es para todos! «A todos los que le recibieron, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios». (Juan 1:12). ¡Qué magnífica dignidad! Estamos llamados a ser sus hijos, a compartir su vida, su amor y su luz. Todo el mundo está invitado. Por Cristo, ¡nos convertimos en «Alter Christus»!
Así pues, queridos amigos, en esta noche en que el cielo se ilumina, dejemos que nuestros corazones ardan de amor por Dios. Respondamos a ese amor con un compromiso renovado de servirle a Él y a nuestros hermanos y hermanas. San Francisco de Sales, mi santo patrón, solía decir: «Habla de Dios sólo si te lo piden, pero vive de tal manera que los demás te lo pidan a menudo». San Francisco de Asís, mi segundo santo patrón, subrayaba la importancia del testimonio silencioso: «Predica siempre el Evangelio y, si es necesario, usa palabras». Que esta noche de Navidad sea el comienzo de una profunda transformación en nosotros. Que nos llenemos de esa alegría celestial que nos impulsa a amar como Él, a dar sin contar el coste, a perdonar sin dudar.
Recemos juntos para que esta luz de Cristo brille en cada uno de nosotros, transformando nuestras vidas y las de quienes nos rodean. Que nuestro amor a Dios sea tan ardiente que irradie a nuestro alrededor, atrayendo a los demás a la belleza de su presencia. Que cada día seamos testigos vivos de su amor infinito.
Amén.
La Misa del Gallo es un momento especial de encuentro y recogimiento espiritual, en el que la oscuridad de la noche se transforma en luz divina. Al reunirnos en la paz de esta noche sagrada, nuestros corazones se abren a la promesa de renovación.
Es una invitación a dejar a un lado las preocupaciones del mundo y acoger el amor y la alegría que nos ofrece el nacimiento de Jesús. En silencio y serenidad, estamos llamados a meditar sobre el misterio de la Encarnación, el momento en que lo divino se hace carne y arroja luz sobre nuestra humanidad.
La Misa del Gallo es un lugar de gracia, donde la oración y el canto colectivos elevan nuestras almas, uniéndonos en una esperanza común. Al celebrar juntos este momento sagrado, se nos recuerda que, incluso en la oscuridad, la luz de Dios siempre brilla, guiándonos por el camino del amor y de la paz.


